I. Entre el sable y la fábrica: política y mito en el Star Wars de Disney+
Aunque Star Wars siempre ha sido una space opera que amalgama ciencia ficción y fantasía, en sus producciones recientes se advierte una voluntad por acentuar registros —con mayor o menor fortuna en cada tentativa— que empieza a perfilar sensibilidades divergentes dentro del mismo universo. Sabiendo que las ramificaciones son múltiples y que caben matices al margen, vamos a centrarnos en dos ejes reconocibles a través de dos series recientes de Disney+: Andor y Ahsoka.
Por un lado, Andor se mete de lleno en la microfísica del poder, la resistencia ciudadana, el totalitarismo, la burocracia imperial, el sacrificio ético-político. Por el otro, Ahsoka retoma los elementos mitopoéticos: la Fuerza como misterio, el eco infinito de los elegidos, los mundos ocultos, los símbolos arquetípicos, la épica espiritual. Ambas operaciones representativas están inscritas en el sustrato fundacional de Lucas, y ambas deciden qué ignorar y qué retomar para construir su particular discurso formal.
Andor pone lo político tan en primer plano que muchos la han leído casi solo en clave ideológica: análisis del ascenso del fascismo, la banalidad del mal en la burocracia imperial, el precio ético de la resistencia, la maquinaria del poder como telón de fondo de cualquier gesto humano. Todo eso está, pero reducirla a eso es arriesgarse a ver Andor como una pancarta muy bien rodada, y no lo es. Como cualquier obra, voluntariamente o no y por simples que sean sus presupuestos, Andor aúna diversas sensibilidades y es compleja, cuya potencia no se agota en sus tesis, que no son más (ni menos) fértiles que las de la saga con la que dialoga; una saga condicionada, claro, por los pactos ideológicos del Hollywood que la produce.
Lo que propongo es lo siguiente: si reducimos Andor a una tesis política, corremos el riesgo de pasar por alto que su naturaleza es la de una exploración estética de la representación misma, que de hecho es su gran diferencia y aportación a la saga por su carácter tonal. Es decir, Andor no solo muestra una revolución, sino que piensa —en sus formas, cortes, encuadres, ausencias sonoras, en los términos que usa, en dónde decide mirar— cómo se representa una revolución.
Para hablar de Andor, partimos de que su relación con la obra de Lucas es extremadamente sensible y respetuosa con su sustrato ideológico, hasta el punto de ser casi conservadora al llevar sus motivos e inquietudes al mismo lugar que la saga original. Los temas son los mismos en el fondo, pero cambian los términos: la responsabilidad y los afectos del jedi ahora son una cuestión de impureza revolucionaria, donde lo íntimo se vuelve una especie de enemigo de la rebelión, generando tensiones que desembocan en escenarios conocidos —el triángulo Bix-Cassian-Luthen como eco de Padmé-Anakin-Consejo Jedi—. Al final, ambas obras apuestan por afirmar que en la revolución caben las dos cosas, incluso en personajes que encarnan solo la responsabilidad revolucionaria y otros que, libre y esperadamente, caminan entre ambos mundos.
En resumen, si Lucas proponía una ética del elegido, Andor apuesta por una ética de la renuncia. Y al final, ambas narrativas se encuentran irremediablemente: en la revolución caben los puros y los contaminados, los mártires y los cínicos, los solitarios y los que aún creen que amar no es una debilidad. La operación de fijarse en ellos es esencialmente formal —porque tiene que ver con a quién se mira, más que con las conclusiones— y merece tanto análisis como los temas que la motivan. Ahora hay espacio para una ópera mitológica y para un thriller fabril. Hay espadas láser y hay huelgas. Hay místicos de túnica y sanadores, pero también guerrilleros y sindicalistas con carpeta. Y ambas cosas —esto es lo importante— siempre han estado de alguna forma en Star Wars, lo nuevo es el desequilibrio.
II. Bailar bajo la sombra del Imperio
Una vez hayamos estudiado Andor para explorar su afinidad ideológica con el universo original de Star Wars y las operaciones formales que le dan cuerpo y ritmo, toca detenernos en un momento enigmático y potente: el baile de Mon Mothma en el último episodio del primer tríptico de la segunda temporada de Andor.
A primera vista, podría parecer una escena ornamental —otra coreografía aristocrática en un entorno imperial asfixiante—, pero, si la tomamos en serio, se revela como una condensación densa del conflicto central de la serie: la lucha entre forma y contenido, espectáculo y resistencia, compromiso y entrega. No es un momento que interrumpe el relato para reforzar la atmósfera. El gesto de Mothma no ilustra, produce: no traduce una idea previa, la genera en acto.
Aquí no hay símbolo fácil ni metáfora directa. Mon Mothma baila, pero no como quien celebra o se deja llevar por el placer. Su cuerpo está en escena, sí, pero su conciencia está en crisis, ajena a la realidad que le ocupa. Frente a ella, su esposo funciona como apunte antropológico: un sujeto hedonista, despolitizado, feliz de haber cedido el pensamiento a cambio de confort. Su presencia, siempre un poco de más, representa esa deriva naturalizada que hace del privilegio un estado de ánimo. Él vive en el espectáculo, pero no lo habita. Mothma, en cambio, se contamina de él para desactivar su gramática. No lo niega: lo recorre desde dentro con gesto firme. Y eso basta para subvertirlo.
Esto abre un espacio interesante: ¿se puede resistir desde dentro de la forma? ¿Puede el arte —y, por extensión, el entretenimiento— alojar la contradicción sin resolverla, sin «superarla» como pediría una lógica revolucionaria que desconfía de lo ambiguo? El baile de Mothma no responde con claridad, pero plantea la pregunta. Y en esa pregunta está parte de la potencia formal de Andor, que no predica ni adoctrina, sino que pone al espectador en una posición incómoda que responde a una construcción de la evidencia, de lo que conlleva la incuestionable necesidad de lo revolucionario.
Esta escena no es un epílogo a este primer acto, sino un eje estructural. En el baile y los gestos que lo rodean —la traición necesaria de Luthen al decidir acabar con su amigo, la blandura nihilista del marido, el artificio imperial— se condensa una red de tensiones que atraviesa la serie y cuestiona el lugar del espectador en el espectáculo que consume. No se trata de «leer políticamente» la escena, sino de asumir que la política está en la forma misma; que la estética no es un disfraz del contenido, sino su manera de insistir en el mundo.
III. Impurezas: «la santa mundana», la forma como fuga y la resistencia desde dentro del aparato industrial
Una pregunta que flota de forma orgánica a raíz de todo esto —y que no hay que despachar con sarcasmo— es si una serie industrial, nacida en la factoría Disney, puede realmente operar políticamente. ¿No está condenada, por diseño, a reproducir la ideología de su matriz corporativa?
Sí… pero maticemos. Fredric Jameson sugiere que incluso los productos más alineados ideológicamente pueden contener «deseos utópicos»: zonas de ambivalencia o de fuga, latencias de sentido no del todo absorbidas por su función. La clave está en cómo se articulan esos deseos y si el texto permite leerlos como tales. En Andor, el lenguaje visual, la música, la estructura coral, las decisiones de montaje… todo apunta a una pulsión de sentido que va más allá del guion. Hay una estética del ahogo que no es neutra. Una incomodidad que no busca epatar: quiere sacudir.
Tal vez lo más político que puede permitirse una serie de Disney es esa incomodidad persistente. No el eslogan, sino el malestar formal. Un malestar que se nutre de su condición impura para resonar con más fuerza. Cuando un gesto, un plano o un baile vehicula las lecturas de la serie, se abre un grado de interpretación que opera con mayor fuerza. Andor no se puede leer desde una lógica binaria de «compromiso» o «evasión». Su propuesta es abrazar la impureza como destino: no hay un afuera del espectáculo, solo maneras de habitarlo con más o menos lucidez. El análisis también cae en esa trampa: hablar de Andor es tropezar con las tensiones que la serie señala en sus gestos. Pero tal vez ese sea el camino: no evitarlas, sino habitarlas.
No hablamos de una «suciedad» moral ni de una mancha accidental, sino de una impureza estructural. El arte siempre ha dialogado con las formas del poder. La pintura clásica habitó cortes, pero coló mundos privados en escenas oficiales. La arquitectura construyó templos para la dominación, pero también refugios para lo colectivo. Las artes dramáticas —literatura, teatro, cine— han florecido dentro de sistemas opresivos y aún así los han maleado desde dentro de sus universos. Luis García Berlanga, en plena dictadura franquista, ofreció ironías y disonancias donde debía haber propaganda. Manuel Mur Oti tensionó el melodrama para sacar a flote contradicciones morales principalmente relacionadas con lo femenino. Las grandes películas de Hollywood —desde Blade Runner (Scott, 1982) hasta Eyes Wide Shut (Kubrick, 1999), e incluso las fugas de la Edad de Oro de Hollywood esquivando las balas que imponía el Código Hays, algunas veces hasta manifiestamente accidentales como en Objective, Burma! (Walsh, 1945)— desafían el aparato industrial sin renunciar a sus formas espectaculares. La comparación con Andor puede parecer caprichosa, pero no va tan orientada a la fuerza o relevancia de la obra y sus ideas, sino al tipo de espacio en el que ha sido gestada.
Dicho esto, la lección es clara: el arte industrial no vive en un exterior puro del poder. La resistencia estética, si ocurre, sólo puede ser desde dentro, no como coartada, sino como tensión: una forma que se pliega y se estira, que se acomoda sólo para torcerse. Eso encarna Mon Mothma: su baile no busca escapar del espectáculo, sino deformarlo. No es evasión, es fricción. Por eso no se opone a Luthen Rael como un simple polo complementario. Luthen renuncia a todo para ser una herramienta revolucionaria, sin placer, sin rostro, sin baile. Mothma, en cambio, resiste desde dentro, entre el lujo y la mentira, entre la coreografía del poder y la rigidez del deber.
Esta figura —que, como ensayo poético, podríamos llamar una «santa mundana»— encarna una política posible del audiovisual mainstream contemporáneo: no redimirse, sino habitar el conflicto. Andor no predica una utopía o una distopía futura, sino que pone en escena el presente y el pasado reciente con sus propias armas, sin esconder su impureza ni pedir disculpas por ella. Una impureza que no sólo se muestra en este caso, quizás el más evidente y por añadidura climático por su cualidad esclarecedora, sino que se registra en cada representación de los rebeldes que se muestran en la serie. Este baile es el amor para Cassian y Bix, la adicción para esta última, la gestión del dolor latente del también adicto Saw Gerrera, la vida más allá del compromiso para Kleya… todos son, de alguna manera, santos mundanos cuyas dependencias con la vida se confrontan con su integridad revolucionaria.
IV. Andor, ¿un alegato contra el mito?
El verdadero valor de Andor no está en inventar temas nuevos —sus ideas de fondo son, en esencia, las mismas que las de la saga original—, sino en cómo las somete a prueba. La serie convierte Star Wars en su propio campo de resistencia: interroga sus supuestos, desmantela sus pulsiones épicas, descompone su gramática visual y su arquitectura moral para comprobar qué queda en pie cuando se raspa el barniz del mito. Lo que emerge es un ejercicio radical de realismo, no solo estilístico, sino epistemológico: Andor no representa la esperanza como metáfora, energía mística o giro de guion; la disecciona, la problematiza, la arriesga. El manifiesto de Nemik es una joya rara: un texto político que racionaliza la esperanza como análisis y como acción, no como consigna. Su tono —mezcla de documento clandestino, sermón laico y pensamiento en voz alta— evidencia la apuesta de la serie: todo debe ser pensado de nuevo. No hay esperanza sin memoria, sin organización, sin sacrificio, sin discurso. Entender la lógica de la esperanza es, aquí, el motor indispensable de la revolución.
Lo milagroso es que el núcleo temático de Star Wars sobreviva a ese escrutinio, que sus ideas resistan al despegarse de la capa pulp y enfrentarse, sin coartadas, al mundo real: al miedo concreto, a la opresión específica, a los dilemas morales sin desenlace limpio. Andor no desmiente a Star Wars, sino que la continúa desde su costado más racionalista: muestra cómo la determinación del héroe puede nacer no del aura del destino, sino del reconocimiento analítico de una estructura injusta. Cassian Andor no es menos valioso como héroe que Luke Skywalker; es, simplemente, más complejo. Carga con las zonas ciegas que la trilogía original dejaba fuera, por decisión narrativa o por los límites industriales de su tiempo. La falta de escrúpulos de sus personajes, su ambigüedad, su pragmatismo… no le restan grandeza: la recalibran. Y al heredar las ideas de la saga para pensarlas desde otro lugar, Andor acaba reivindicando incluso el engranaje pulp que le dio origen.
Al fin y al cabo, Andor no interroga a su saga, sino al propio concepto de fondo ideológico en la ficción. ¿Hay realmente un «fondo»? ¿Es el contenido político algo que está debajo de la forma, como un mensaje oculto, o se manifiesta en la forma misma, en sus estrategias, silencios, ritmos, selección de imágenes, gramática ética? Como dice Jacques Rancière, la política del arte está en cómo dispone lo visible, en la redistribución de lo sensible. Andor no sólo tematiza la resistencia, sino que la practica desde su dispositivo formal, renunciando a los códigos fáciles, al espectáculo inmediato y a la ironía tranquilizadora. En lugar de prometer la revolución, simula sus condiciones de posibilidad. Sin embargo, todas estas operaciones sirven para legitimar las ideas que recoge; nos enseña que este es el resultado de dialogar «en serio» con el sustrato ideológico y formal de Star Wars.
Andor, como podemos deducir que también Star Wars, se alinea con una genealogía impura del arte —e insisto en el arte y no en los artistas y sus condiciones, que suscitarían otro tipo de debate— que ha sabido habitar estructuras opresivas. En un ecosistema industrial donde estas producciones se asumen como mercancía, en el caso de Andor introduce pensamiento, densidad y riesgo en un objeto que, a simple vista y desde su concepción industrial, es puro entretenimiento de masas. Su gesto político no está siempre en lo que dice, sino en cómo se sostiene: en su rechazo al tono cómplice del mainstream actual, esa ironía de segunda mano que, como decía Miguel Marías sobre Raiders of the Lost Ark (Spielberg, 1981), película fundacional de esta condición que llega a nuestro presente, sirve de escudo contra la vergüenza. Andor se quita ese escudo. Se expone. Cree en lo que muestra sin cinismo. Esa seriedad —rara, casi anacrónica, aunque algo emparentada por su gravedad con ciertos arrebatos de clasicismo en las precuelas— la hace un cuerpo extraño en su ecosistema y, quizás, una de las representaciones recientes más honestas de Star Wars. Esto no significa que una comedia de Star Wars no pueda tener cabida; de hecho, creo que sería deseable. La clave está en la seriedad de la forma.
La influencia de Mark Fisher, cuya lucidez ha sido —y sigue siendo— fundamental para pensar la relación entre deseo, cultura y capitalismo, ha dejado también una huella paradójica: la de cierto escepticismo programático que, heredando lo más sombrío de su diagnóstico, ha convertido su pensamiento en una suerte de condena sin apelación para toda forma cultural que emerja del mainstream. El riesgo no está en la crítica —que de hecho es justa y urgente—, sino en la clausura de toda posibilidad estética allí donde interviene la lógica industrial. Atribuirle al sistema tal capacidad de asfixia es concederle más poder del que merece. El capitalismo es eficaz a la hora de aplanar, de propiciar la mediocridad, de estandarizar los signos; pero no ha logrado, ni logrará, erradicar las fugas, los gestos, las formas que se escapan. No hay régimen —ni el económico, ni el político, ni el simbólico— que haya logrado impedir que el arte, incluso alojado en su vientre, produzca zonas de tensión. Hay una trampa lógica también en el extremo opuesto: entender, como propone Pedro Vallín, que la cultura de masas es la única realmente emancipadora. Una afirmación que me parece rotundamente equivocada. Umberto Eco, en Apocalípticos e integrados (1964) —quizás la lectura más sugerente para este debate—, reconoce el potencial de la cultura popular sin desatender la simplificación ideológica y el consumo irreflexivo que a menudo implica. Eco no desactiva el conflicto: lo expone. La idea que propongo aquí es que el capitalismo tardío asume un riesgo cuando absorbe e instrumentaliza la disidencia. Un riesgo que puede y debe ser explotado: tanto extrayendo pensamiento de sus fugas como señalando su estrategia. Andor, como otras obras surgidas del interior de la maquinaria cultural dominante, no se limita a sobrevivir a esas tensiones: las hace hablar.
Tal vez por eso acierta tanto al retratar al Imperio no como un ente en máxima alerta, sino como una maquinaria confiada, relajada, saturada de su propia lógica. Un sistema que, en su pretendida estabilidad, se vuelve poroso. Esa laxitud inconsciente permite que ciertas grietas puedan abrirse desde dentro. Y si esa imagen funciona como metáfora política, lo hace también como analogía con el estado del arte en contextos industriales: cuando el sistema hegemónico cree haber absorbido toda anomalía, baja la guardia. Y es entonces cuando pueden colarse obras que no refuerzan la estructura, sino que la desgastan en sus bordes. No se trata de idealizar el arte producido bajo condiciones capitalistas, sino de no dar por perdido, de antemano, todo lo que sale de él. A veces, la herramienta que mina el régimen no llega desde fuera, sino desde un pliegue interno que parecía inofensivo.
De nuevo, no creo que haya que entender Andor como una herramienta política y reivindicarla principalmente desde esta óptica, porque no es ni su lugar en el espacio ni su objetivo, que en todo caso se adhiere a la política para realizar una exploración estética de su representación. Pero todo lo que hay de subversivo en Andor (sea mucho o poco) se cifra en ese gesto: resistir desde el corazón del imperio narrativo. No necesariamente por las convicciones de sus creadores, sino por lo que la serie es y cómo se declama. De hecho, quizás su sentido solo aparece como parte de ese engranaje; no existe una Andor alternativa, desligada de las imposiciones industriales, porque en ese mundo sus ideas quizás ya estarían superadas. Como el arte clandestino en palacios, el teatro político en escenarios estatales, o el cine que encuentra libertad bajo censura a través de la elipsis o la estructura, Andor demuestra que la potencia crítica del arte no reside en su pureza, sino en su capacidad para tensar los lenguajes heredados hasta que crujen. Que una obra así emerja desde una de las franquicias más normativas del siglo es una paradoja hermosa, pero también un recordatorio —de tono casi histórico— de que todavía es posible pensar, resistir y narrar desde dentro del espectáculo.
V. Lo íntimo como horizonte
La imagen final de Andor, con Bix sosteniendo al bebé que ha tenido con Cassian, puede parecer a primera vista un giro algo anticuado, un cliché con cierto aroma a conservadurismo rancio. De hecho, no es una crítica injusta: cerrar una serie que nos está hablando de un equilibrio con una nota en la que se inclina tanto la balanza, con una imagen que nos remite a ideas tradicionales que han parasitado un tipo de narrativa durante gran parte de la historia del medio, puede parecer una patinada insostenible. Hay un debate legítimo sobre si Andor aterriza bien las ideas que subyacen en esa imagen o si, en su afán por cerrar el arco final con contundencia, cae en una solución que se adhiere a una tradición cuestionable. Aquí es donde la serie se presta a una crítica fértil, un espacio para preguntarse si su apuesta pierde colmillo al abrazar una imagen tan cargada de tradición. Pero, rascando un poco, esa escena puede operar en otro grado de lectura: el bebé de Cassian no es sólo un símbolo de futuro, sino una apuesta por la convivencia entre lo íntimo y lo político, un recordatorio de que el compromiso personal es el ancla que mantiene viva la revolución.
Esa criatura, nacida en la sombra de la guerra, no es un mero accesorio sentimental resultado de la exigencia de un final emotivo. Su existencia apunta al horizonte que justifica la lucha: una vida que crece en paz, al margen de la violencia y la opresión. No se trata de que lo íntimo y lo político sean lo mismo, como si la revolución pudiera resolverse sólo desde lo doméstico, sino de que ambos exigen coexistir para que la lucha tenga sentido. Sin lo personal —el amor, los cuidados, los amigos (que tenemos en todas partes), la familia, la posibilidad de un futuro humano—, la resistencia se vuelve una máquina fría, tan deshumanizada como el Imperio al que combate. Bix, sosteniendo a su bebé, no es sólo una madre o una figura de redención; es un espejo que refleja por qué pelean los rebeldes: no solo por derribar un sistema, sino por construir un mundo donde lo humano pueda florecer. Al igual que la serie muestra la necesidad de usar las armas de tu enemigo para combatir contra él, con esta imagen señala el futuro por el que deberíamos luchar; esa alternativa humanista a la hegemonía imperial.
Porque lo que Andor está proponiendo es que la vida no es el fin de la revolución, sino su consecuencia inevitable. Que ambos mundos, el de la lucha y el de la intimidad, exigen sus propias lógicas, sus propios tiempos. La serie no propone reconciliación alguna. No hay flores en los fusiles. Lo que propone es partirle la cabeza al opresor con un ladrillo. Y acto seguido, regar las plantas. Porque tras la gesta, hay tierra. Hay ropa sucia. Hay un hogar deshecho que pide ser reconstruido con las mismas manos que acaban de empuñar el arma. Que hay una vida que permanece, que espera, que exige ser cuidada, y que esa exigencia no es ajena al compromiso revolucionario, sino su prolongación más difícil. Esa vida —ese espacio íntimo conquistado no por concesión, sino por retirada estratégica del símbolo hacia el refugio— representa una pequeña victoria. Es un significante al margen del discurso declamado que articula la idea de un terreno ganado al poder, no porque esté fuera de él, sino porque lo tensiona desde dentro: la paz no como descanso, sino como forma de resistencia continua que no se invoca durante la guerra ni supone un abandono, sino una responsabilidad paralela y necesaria.
Esta imagen, aunque cuestionable por su aparente facilidad, dialoga perfectamente con el resto de Andor. Si el baile de Mon Mothma tensionaba el espectáculo desde dentro, el bebé de Cassian y Bix tensiona la revolución desde su consecuencia más vulnerable, desde la urgencia de una vida que requiere cuidados tanto como la guerra pide violencia. No es un final complaciente, sino una pregunta: ¿qué queda después de esta violencia? ¿Qué protege la lucha si no es la posibilidad de lo cotidiano, de lo pequeño, de lo que late fuera de las formidables y valerosas gestas de la revolución? Aquí, Andor no traiciona su realismo: el bebé no promete un paraíso, sólo un recordatorio frágil de que la revolución, para serlo, debe mirar más allá de sí misma. Y, en esa fragilidad, la serie encuentra una última forma de resistir: no con sables láser ni manifiestos, sino con la terca insistencia de la vida, o incluso del propio arte, que sigue creciendo en las grietas del Imperio.
Don Javier